jueves, 24 de septiembre de 2009

Podré decir que estuve allí



El próximo martes, los jerezanos y las jerezanas estamos llamados a participar en la manifestación convocada para tratar de impedir el cierre de uno de sus iconos industriales: la fábrica de botellas de Vicasa.
El propietario de la factoría, el grupo de capital francés Saint Gobain, ha decidido dar cerrojazo a la misma, empleando criterios que no son compartidos por la plantilla, los sindicatos ni el tejido social en general.
Porque en Jerez nadie comparte que la planta no sea viable; ni siquiera con los datos de la empresa en la mano. Y las Administraciones, lideradas por el Ayuntamiento, han cerrado filas en torno a los intereses de los trabajadores y de sus familias. De la actividad en un sector íntimamente ligado a una de las señas de identidad de Jerez como es su vino universal. Y, fundamentalmente, han cerrado filas en defensa de toda una ciudad, la misma que siente a Vicasa como un símbolo.
Por eso hay que acudir el próximo martes 29 de septiembre, a las siete de la tarde, a la Plaza del Arenal. No creo que haya nada mejor que hacer a esa hora ni en el ratito durante el que se prolongue la manifestación.
Sería bonito empujar, un poco cada uno... ¿Y si además lo conseguimos?

lunes, 7 de septiembre de 2009

Otro verano en la mochila

Así, en plan Labordeta. Con un zurrón que porta cuarenta estíos y que va pesando. Tanto como cuatro décadas, que ya es pesar.
Aunque este año (como siempre, por otra parte) uno no tenga derecho a quejarse del paso del tiempo, porque lo verdaderamente importante es acumular almanaques ansiosamente, como si acabara de acuñar la trasposición del ‘síndrome de Diógenes’ para los calendarios. Porque los ocho meses que ya se han consumido de 2009 han supuesto una auténtica sangría de amigos; y, lo que es más importante, de amigos-compañeros.
Adolfo, Juan Andrés, José Luis, Manolo… Son algunos de quienes han abandonado para siempre esta profesión que en ocasiones se disfraza de sacramento que imprime carácter y que llega a alcanzar la apariencia de un sacerdocio… (Obsérvese que la metáfora católica habla de ‘disfrazar’ y de ‘aparentar’, y que, por lo tanto, en absoluto ‘comulgo’ con la literalidad de lo escrito).
Pues sí, hoy me he reincorporado a mi responsabilidad laboral; esto es, al Ayuntamiento de Jerez. Y, desde luego, ese regreso no corresponde en absoluto a un período vacacional como el que podría aparentar esta bitácora, bastante abandonada y amenazada por los jaramagos cibernéticos.
A lo largo de este verano, he tenido la oportunidad de hacer dos pequeños viajes. Uno, a una magnífica casa rural de Portugal (en pleno Alentejo), cuyo idílico emplazamiento sólo revelaré forzado por la tortura. Y otro, a Londres. El primero ha sido gracias a la convergencia europea (autovías y autopistas de por medio); el otro, por la revolución del mercado de las líneas aéreas y el advenimiento de las líneas de bajo coste en las que tu tacañería te ahorra el mal trago de tragarte el zumo de naranja con el que Iberia de ‘agasajaba’ cuando el peso de mis alforjas se reducían a la mitad.
Y me he dado cuenta de la enorme peligrosidad de viajar. Sin duda, junto a leer, se trata de la mayor amenaza a la que puede estar sometido el ser humano libre. ¿Y saben por qué? Porque viajando o leyendo (esto es, accediendo a nuevos universos que superen su limitado mundo cotidiano, lleno de miserias y de mediocridades), uno es capaz de crecer como persona. Por este motivo, las dictaduras de todo signo político se afanan en que sus nacionales no puedan leer o viajar. Bueno, todas no, porque algunas del Cono Sur de América incluso llegaban a fletar vuelos especiales ‘gratis total’ a beneficio de algunos de sus ciudadanos. Vuelos desde los que sus pasajeros eran lanzados al océano, también sin coste alguno para ellos, convenientemente amarrados a raíles de ferrocarril.
Yo, desde siempre, he entendido que el principal derecho de un ser humano no es el de recibir un educación, ni siquiera el de ser respetado en su individualidad, ni en su opción religiosa, sexual o de género. No. El mayor e inalienable derecho de todos nosotros debe ser el de poder irse, el de desentenderse libre y conscientemente de cualquier proyecto que siquiera roce el más mínimo apartado de nuestra ‘mismidad’. Porque cada uno de nosotros marcamos el límite del campo de juego, el reglamento y el tamaño de la pelota con la que se juega a un deporte tan aparentemente banal como es el del respeto a uno mismo.
Hoy he vuelto de mis vacaciones. Y la mochila agota, lo cual me encanta después de cuarenta años; porque no sería capaz de poder desprenderme del más mínimo peso de los que ella almacena y yo acarreo. Más pesa un raíl.