miércoles, 6 de enero de 2010

Tiempo de magia y de ilusión

Ya ha pasado un año. Trescientos sesenta y cinco días que se han ido, un minuto tras otro, en un sentir. Con la edad, cada vez estoy más convencido de que el tiempo no solo adelanta que es una barbaridad; el tiempo llega incluso a adelantarnos a nosotros mismos y a instalarnos en una permanente angustia. La angustia que nos provoca perseguir eternamente a un segundero que nos ha cobrado una ventaja insalvable por pequeña que parezca. El tiempo se va, se ha ido, y tratamos inútilmente de alcanzarlo.
El paso de los años me reafirma en esta observación, y durante una época esa certidumbre no hacía otra cosa que aumentar mi angustia, intentando ponerme a la par de ese tic-tac que, ya solo por haberlo oído, me había tomado delantera.
Sin embargo, en su inabarcable ignorancia, uno tiene la osadía de pensar que este año ha obtenido una importante enseñanza: no se trata de seguir al conejo blanco de Lewis Carroll, sino de todo lo contrario. De nada vale intentar despejar de mala manera compromisos, obligaciones y marrones diversos en una loca carrera en la que la meta se aleja de nosotros de forma permanente. Lo importante, me temo, es descubrir el lado positivo de esos obstáculos (o de aquellas cosas que, sin serlo, nos surgen de forma cotidiana en el camino), porque cada uno de ellos es la carrera, su inicio, su final y su sentido.
Me he dado cuenta de que el Tour de Francia no tiene un final, de que no existen los Campos Elíseos; así que el planteamiento de la carrera tiene que ser radicalmente distinto. De que lo importante son los triunfos de etapa, o todo lo más el premio de la montaña o a la regularidad.
Hace hoy justo un año de que los Reyes Magos me hicieron dos regalos (éste tampoco se han portado mal): uno de ellos fue este blog. A tenor del histórico de entradas, parecería que al niño le encantó el juguete y que se aburrió pronto de él. Tengo que decir en mi descargo que esta aparente pereza de los últimos meses tiene más que ver con un equivocado afán en perseguir al conejo blanco.
El otro regalo de Sus Majestades en 2009 satisfizo igualmente un deseo largamente anhelado: les pedí dejar de fumar. Yo ponía mis trazas de ilusión infantil; y ellos, claro, la magia para que mis pulmones se olvidaran radicalmente de los dos paquetes y medio de cigarrillos que centrifugaban a diario. Hoy, justo un año después, puedo decir que los Reyes Magos me han demostrado que mantienen toda su magia. Y yo, mi ilusión infantil.