Mi madre conoció a Aida a destiempo. En realidad, la conoció
unas horas más tarde. Aida estaba de vacaciones. Y mi madre se
asomaba entonces a la vida de su hijo divorciado, el padre divorciado de sus
nietos, los hijos de un padre divorciado. Mil kilómetros y dos mil prejuicios no mejoran
la perspectiva. Todo lo más, ofrecen tres mil razones para la
duda.
“Mamá, quiero que conozcas a alguien…”. Tono nokia… Tono
nokia… “¿Sí? Ah, hola. ¿Ya vienes? Estoy aquí con mi madre”. Silencio…
Antes de que yo pudiera articular palabra tras cortarse la
comunicación, la viuda de Aramburu se precipitó mandíbula abajo en una catarata.
El torbellino arrastraba a mis pequeños hijos, que apenas lograban sacar la
cabeza de las aguas embravecidas para sumergirse después de tanto en cuanto; a
mí mismo, que trataba sin éxito de asirme a los restos del naufragio de un
libro de familia con más de treinta años de antigüedad; y a una pobre chica de
Cádiz que, ajena a aquel cataclismo, había tenido que modificar sus días de
descanso para hacer a última hora una entrevista por teléfono.
“¿Ana María Matute? ¿Que Aida va a venir más tarde porque
tiene que entrevistar a Ana María Matute?”, me preguntó su futura suegra,
blandiendo ya el cayado de Moisés. Mis hijos, Aida y yo mismo estábamos
repentinamente salvados. Y así seguimos. Gracias, Ana María. Y hasta siempre.