martes, 1 de febrero de 2011

Egipto


Es el viaje. Tiene que serlo, necesariamente. Tal vez haya otros que también puedan trasladarte a otra época y hacerte descubrir una civilización desaparecida. Pero no creo que puedan superar a Egipto. Mi imaginación es incapaz de pensar en otro lugar donde tus cinco sentidos permanezcan secuestrados, empapándose de vivencias que eres incapaz de asimilar, de forma que solo puedes recuperarlos cuando ya no son capaces de procesar tantos estímulos.
Egipto fue un regalo. Y, sinceramente, creo que no soy el mismo desde que me emborraché de luz y de calor al lado de unas piedras que me gritaban desde tiempos perdidos; desde que pude perderme por esas calles de El Cairo que no figuran en las guías turísticas; desde que fui capaz de sobreponerme a tantas y tan diferentes sensaciones.
Llevo días siguiendo los acontecimientos en ese país. Y asisto con cierto temor al pulso de la historia que se construye día a día. No porque desconfíe de la prudencia y la sabiduría del pueblo egipcio (hoy he leído que el lema de la República Árabe de Egipto es "silencio y paciencia, libertad, socialismo y unidad"). Muy al contrario: no me fío del papel que puede desempeñar la comunidad internacional en este proceso. Espero que, finalmente, la diplomacia cumpla su cometido y consiga que los actuales dirigentes de Egipto (el actual dirigente, perpetuado en el cargo desde que siendo niño vi cómo asesinaban a tiros a su antecesor) entiendan que ha llegado el momento: que hasta aquí hemos llegado, y que a partir de hoy los egipcios son dueños de su destino.
Durante mi estancia en ese país, los egipcios con los que pude hablar reclamaban que los países que cuentan con piezas arqueológicas que forman parte de su historia devolvieran tamaños tesoros; ellos no comprendían por qué se les había hurtado ese patrimonio. Entonces, yo traté de explicar que esas joyas no eran exclusivas de la historia egipcia, sino que de alguna manera formaban parte de la herencia cultural de la humanidad. Y que era preferible que estuvieran perfectamente conservadas en Berlín o en Nueva York, antes que ver amenazada su propia conservación en el vetusto y atestado Museo Egipcio de El Cairo.
Hoy agradezco no haber tenido que escuchar pregunta alguna sobre la paradoja que supone que las más prósperas democracias occidentales lleven años conservando fragmentos del pasado de Egipto mientras con su respaldo al régimen de Mubarak condenan a todo un país a la pobreza, a la ignorancia y al sometimiento político. Habrá quien lo justifique merced al necesario equilibrio de fuerzas en un escenario tan caliente como Oriente Próximo, con una importancia estratégica para bla, bla, bla... Pero yo, insisto, agradezco que no se me hiciera esa pregunta. Porque habría sido incapaz de explicar por qué nos importa más el pasado que el futuro. O por qué sentimos que nuestras conciencias están tranquilas por custodiar unos restos de un valor incalculable, mientras negamos a 80 millones de semejantes el más valioso de los patrimonios del ser humano. Aquel que jamás debe ser hurtado a nadie: la libertad.

(La foto que encabeza estas líneas muestra un resto arqueológico en el desierto. Se trata de una corona de piedra con la que algún día se tocó a una imagen de un faraón. Es la corona que simboliza la unión del alto y el bajo Egipto; en suma, el signo del poder absoluto. Efectivamente, coronas más altas han caído)

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