sábado, 12 de marzo de 2011

Tsunami

Ayer seguí todo lo de cerca que pude las informaciones referentes al terremoto registrado en Japón y sus efectos posteriores en medio mundo: desde la devastación causada en ese país casi de inmediato hasta la angustia que se apoderó después de medio planeta, del Sudeste de Asia a la Centromérica bañada por el Pacífico.

Y, claro, me dio por pensar en los tópicos típicos en estos casos, acerca de las colosales fuerzas de la naturaleza y de la insoportable levedad de quienes, en nuestra inconsciencia, nos sentimos dueños y señores del universo. Pero, tras sobreponerme a esa primera tentación, mi cansado cerebro se entretuvo en una reflexión que temo que enlaza la geología con otras ciencias de carácter eminentemente social.

Se trata de la dificultad de anticiparse, siquiera por unos segundos, a un cataclismo de la magnitud de un terremoto devastador. A pesar de todos los avances en el estudio de los comportamientos de las placas tectónicas, de las cuantiosísimas inversiones en aparatos y observatorios que miden y controlan la evolución de las fallas, la hecatombe llega de improvisto y golpea con toda su crudeza en los instantes que siguen al desastre.

Sin embargo, una vez encajado ese golpe, cabía poca opción para la sorpresa. Los estudiosos del asunto y los medios de comunicación (cierto es que con el rigor científico de los primeros y el alarmismo de los segundos) iban adelantando los acontecimientos. Las autoridades de más de medio centenar de países se pusieron manos a la obra, cada uno en la medida de sus posibilidades, para anticiparse a un posible desastre que avanzaba en términos de muchos kilómetros por hora a través del Pacífico.

Cuando los países y los colectivos sociales conocen los riesgos a los que están sometidos y actúan de forma responsable, minimizan los efectos de un posible desastre. De esta manera, aun habiendo sido muy importantes las consecuencias del terremoto en Japón, la devastación causada por el mismo se habría multiplicado en cualquier otro lugar del globo sin una cultura y una tradición tan arraigada en la limitación de posibles desastres de esa naturaleza. Podrán producirse, sí, pero la sociedad cuenta con mecanismos y procedimientos eficaces, desde la construcción preventiva de edificios siguiendo técnicas antisísmicas hasta la articulación de los equipos de protección civil que ofrezcan una respuesta adecuada ya a posteriori.

El terremoto sucedió. Pero, como se sabía que ese big one llegaría, antes o después, su fuerza destructora equivalente a no sé cuántos miles de bombas atómicas estallando a la vez no causó en Japón los estragos que hace apenas unos meses generó en un país menos afortunado como Haití.

Después, la angustia. La amenaza cierta de un muro de agua que avanza por el océano y que promete multiplicar los efectos del desastre. Los gobiernos, de cualquier ideología y toda lengua, evacuaron a la población más expuesta, articularon una eventual respuesta que atendiera a su ciudadanía, y arbitraron sistemas de respuesta y de socorro. Esto es, fueron conscientes de la intensidad de la amenaza y reaccionaron de forma preventiva. Preventiva y responsable.

Hoy por hoy es imposible predecir un terremoto. Sí se puede, y se debe, ser consciente del riesgo y actuar en consecuencia. Lo contrario sería un ejercicio de irresponsabilidad. Pero, cuando ya se ha producido el estallido y se conoce por las advertencias de los expertos y de los medios de comunicación de todo el mundo que un tsunami avanza por el océano con su carga de muerte y destrucción, ¿habría alguien capaz de no tomar medidas?

(La foto sobre estas líneas está tomada en la muy constitucional y muy ajena a tsunamis ciudad de San Fernando. A la vista está)

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