martes, 24 de agosto de 2010

Historias

Confieso que la historia me tiene fascinado. De esa forma en la que uno asiste a un acontecimiento que, por lo rebuscado de su argumento, parece más una novela o una película en la que “cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”. Pero no. La epopeya de los 33 mineros chilenos sepultados en un yacimiento de Copiapó desde hace prácticamente tres semanas es auténtica; tanto que cuesta trabajo ponerse en su piel. En la piel de todos y cada uno de ellos, con sus miedos y sus esperanzas.
¿Qué pasa por la cabeza de un hombre enterrado vivo? Hace un par de días, los 33 mineros chilenos lograron hacer llegar un mensaje al exterior. Y lo saben. Saben que sabemos que están vivos, con lo que la presión ya no es suya. Los días de silencio desde el exterior, las semanas de incomunicación, las inimaginables angustias rodeados de polvo y oscuridad han terminado; su mensaje y el posterior ‘diálogo’ con ellos no hacen sino trasladar al resto del mundo la responsabilidad de lo que pueda pasar con ellos. A todos excepto a las 33 personas que están sometidas a las condiciones más extremas que alcanzo imaginar; tanto que parece que son conscientes de que deberán esperar incluso semanas antes de poder ver la luz. Sólo puedo imaginar una situación peor que la que atraviesan estas personas: la de sus padres, sus hijos o sus esposas, la de aquellos que de buena gana se cambiarían por unos seres queridos de los que les separan unos pocos centenares de metros y bastantes miles de toneladas de roca.
Si son ciertas todas las cosas que se dicen y se escriben al respecto, los 33 mineros de Copiapó apenas han pedido un puñado de cosas. Entre ellas, cepillos de dientes, lo que es todo un síntoma de lo que llegado el momento se puede llegar a valorar aquellas cosas que forman parte de nuestro universo cotidiano aquí en la superficie, donde nos sentimos inmortales. Toda una historia, sí señor.

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