lunes, 12 de julio de 2010

Estrella


Sufrí una barbaridad. De esa forma que se sufre por aquello que se anhela. Y exploté cuando lo que parecía vedado durante años por la mala suerte y las más rebuscadas conjunciones astrales se logró por fin. La selección española sumaba su primera medalla al escudo de su pechera: era campeona del mundo de fútbol.
Es cierto que hoy nadie se ha hecho cargo de la hipoteca de mi casa; y que los grandes y pequeños problemas continúan enredados. Como lo estaban ayer a eso de las ocho y veinticinco de la tarde del domingo… Pero, a pesar de todo, fueron casi tres horas mágicas.
Fundamentalmente, disfruté porque trataba de ponerme en el lugar de los once muchachos vestidos de azul que han descubierto el verdadero significado de la palabra ‘equipo’ a más de cuarenta millones de personas. Quería intuir qué sentían, en quién pensaban, qué rostros se les pasaban por la mente mientras corrían por el Soccer City… Era su gran día pero, por mucho que trataran de explicarlo, no creo que fueran capaces de transmitirlo plenamente; ni el resto de los mortales de comprender en su integridad tal suma de sensaciones, recuerdos, ilusiones...
Ellos eran los protagonistas. Pero me fijé también en su seleccionador, un hombre trabajador, educado, elegante y prudente, una rara avis en un momento en que parece brillar socialmente la frivolidad, el exhibicionismo, la obscenidad y la impudicia. Si los futbolistas de España han enviado un mensaje de fondo a todo un país en torno a la capacidad de superación, al valor del esfuerzo, a la constancia, a la deportividad, a la calidad no exenta de sacrificio, al “podemos” que ya se hizo célebre en la Eurocopa de Austria y Suiza, el ejemplo didáctico de Vicente del Bosque no es en absoluto de menor enjundia.
Y en todo esto andaba cuando no pude evitar pensar en aquellas personas que, inmersas en sus problemas cotidianos, han sufriendo frustraciones de verano cada cuatro años durante décadas frente al televisor, maldiciendo los caprichos de la fortuna, las arbitrariedades de quienes no debían cometerlas, las malas artes de los rivales o, simplemente, la superioridad del oponente. Personas como yo, que nada nos jugábamos de verdad en nuestra hacienda o en nuestra honra con esto del balompié…
Fue mientras los once chavales que ya han pasado a la historia del deporte y, no creo que sea una exageración, a la historia de este país, apuraban los últimos segundos sobre el pasto. Justo entonces, de forma súbita e inexplicable, me invadió un extraño sentimiento de felicidad. Por poder compartir con las personas a las que quiero de verdad uno de esos momentos que me acompañarán durante toda la vida . Sólo eché de menos a una; pero comprendí que una estrella es un lugar ideal tras el que esconderse.

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