domingo, 11 de enero de 2009

Llevando el compás

Creo que fue en 1990; la primera vez que visité Inglaterra (me corrigen, y me dicen que fue en 1989). Estuve allí en verano, aprendiendo inglés: y aprendí bastante... O, por decirlo mejor, me di cuenta de que sabía más inglés de lo que pensaba. Tanto que, a mi vuelta, debí hacer ímprobos esfuerzos para olvidarlo por completo y para estar matriculado actualmente en primero de primero de los primeros que empiezan a iniciarse en estudiar primero. Y todo ello a distancia...
¡Así se entienden los botes que di cuando escuché el video electoral de Obama hablando español! Tres fluorescentes le fundí a la pobre vecina de abajo. "Perdone, se me ha volcado el frigorífico, y ha rebotado tres veces", le dije a la pobre... Pero no; sólo era un elemento de la campaña frente al hombre con apellido de patata frita congelada. Tan congelado como me quedé yo al caer en la cuenta de que él inglés sigue siendo necesario (aunque sólo sea, al paso que va la cosa, para tratar de ligar con una jubiladita de Worthing en algún viaje del Imserso...)
En fin, que en ese viaje iniciático al país que llama English Channel al Canal de la Mancha, hubo de todo. Mucho McDonalds (no hay como viajar a determinados lugares para valorar los estándares de calidad de las cadenas de comida rápida...), y bastantes anécdotas. Pero, a lo que voy, porque me estoy dando cuenta de que esto del blog se presta a la dispersión de las ideas... Creo que fue en la Torre de Londres; allí, o por allí, hay o había un pequeño museo militar, entre cuyas incipientes 'atracciones interactivas' se encontraba una mochila con la impedimenta de un soldado raso de la Gran Guerra, situada de forma que había que levantarla siguiendo dos guías metálicas verticales. Quiero recordar que pesaba 35 kilos. Y que parecía pegada al suelo.
Hoy he intentado levantar la mochila del colegio de mi hijo Íñigo (tiene 12 años. El niño, claro; la mochila es bastante más nueva; y el colegio, ciertamente más viejo). Llevaba en ella cuatro libros, con otros tantos cuadernos de actividades, un estuche, una agenda... He pesado la mochila: 9,2 kilos. Casi diez kilos para hacer los deberes de un fin de semana. Con una mochila de 10 kilos, un servidor se hace el camino de Santiago. Una vez que la levante, claro. En mis tiempos se decía que el saber no ocupaba lugar; por lo visto, una cosa era lo que ocupaba, y otra lo que pesaba.
Íñigo es un tío sano, con una espalda que ya me gustaría a mí (no es por genética; con esa mochila, como para salir un alfeñique). Pero no me parece normal. Creo que semejante peso es una barbaridad; y lo es independientemente de que los críos carguen con él a cuestas o que lo lleven en esos inventos dotados de ruedas, que son ridículos (sobre todo a partir de ciertas edades) y con los que parece que uno viene de comprar tapines en la plaza. El próximo mes de septiembre, me juego todas las corbatas, veremos y escucharemos treinta veces informaciones sobre el exagerado peso de las carteras (¿siguen llamándose así?) de nuestros hijos.
Me parece enormemente antiguo tener que cargar con diez kilos a la espalda para aprender (?). Creo que no vale de nada que andemos todos enchochados con los ordenadores, con los blogs y con las nuevas tecnologías; y que nuestros pequeños deban llevar todos los días, a golpe de riñón, tres estanterías de la biblioteca de Alejandría... Y un estuche y un compás. Aunque, si hay que aprender a llevar algo de verdad, una vez que existen los dispositivos de almacenamiento masivo y los discos duros externos, que sea el compás.

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